endometriosis, crónica de un diagnóstico

Lo que van a leer a continuación es mi historia personal con la endometriosis, lo que no significa que sea la única versión, pero sí la que me siento con valentía de contar*.

No se me hace fácil hablar de mi relación con la endometriosis. Asumo que a ninguna mujer. Creo, primero que todo, que es porque el diagnóstico me atrapó en uno de los espacios más confusos de mi adultez. Segundo, porque digan lo que te digan, que un conjunto de células que no sabes de dónde vienen pongan en jaque tu habilidad para procrear, sí está directamente relacionado a mi identidad como mujer. Tercero, porque mi cerebro aún necesita una explicación lógica para esto. Ningún profesional me la ha sabido dar. Los que trataron, fallaron. Y acá estoy, esperando. Me pregunto cuántas otras chicas están pasando por ese proceso ahora mismo.

Para los que no la conocen, la definición oficial de esta enfermedad es la siguiente: “La endometriosis es un trastorno a menudo doloroso en el cual el tejido similar al tejido que normalmente recubre el interior del útero -el endometrio- crece fuera del útero. Afecta más comúnmente a los ovarios, las trompas de Falopio y el tejido que recubre la pelvis. La endometriosis puede causar dolor, a veces intenso, especialmente durante los períodos menstruales. También se pueden presentar problemas de fertilidad”. 

Hola endometriosis

Era octubre de 2018, el primer y mejor jefe que he tenido partía a, como le dicen en el mundo corporativo, un “nuevo reto” en Canadá. Mi puesto cambió. Pasé a liderar un equipo de personas y yo era la menor. En ese escenario de ansiedad y cuestionamiento, pero de muchísimo orgullo, me levanté una mañana con un dolor tremendo en la barriga. Era como un hincón. La noche anterior había comido pollo en salsa bechamel. Recuerdo como si fuera ayer el pensar: “Anais, no puedes comer bechamel de esa manera, eres una cerda”.  

Ya en la clínica, el ginecólogo de turno en emergencia me metió un tubo con un condón y lubricante por la vagina, mientras mi mamá me daba la mano y mi papá, esperando afuera preocupado, sudaba frío. “Tienes algo que se llama endometriosis, partes de tu endometrio que está compuesto de sangre muerta están flotando por tu zona pélvica. Además, tienes un quiste de cinco centímetros de esa misma sangre muerta que probablemente ponga en riesgo tu fertilidad a futuro. Acá hay pastillas para el dolor, saca cita con un ginecólogo en 5 días”. Parecía, sin ánimo de criticar a ese humilde profesional, el speech de un cambista cuando terminas de recibir tus billetes y los metes al sobre. ¿Algo más señorita? No, nada más, gracias. 

La practicidad y desapego con la que el doctor me habló me chocó muchísimo. Todo en una sola violada con el aparato. La invasividad de la ecografía intravaginal presupone no solo un shock físico sino también psicológico para muchas mujeres: es el mismo conducto por donde recibimos placer. Ese día, regresé a mi casa “a dormir”. A la medianoche, me estaban sacando el apéndice de emergencia. Sí, tuve apendicitis esa noche y endometriosis, según me enteré ese día, para siempre. 

¡Tienes que operarte ya!

Desde la clínica, lo primero que hice fue contactar a la única amiga que se había abierto conmigo sobre problemas ginecológicos. A todo el mundo le gusta hablar de sexo y placer, pero a pocas personas les gusta hablar de infertilidad, quistes y sangre muerta por ahí. Cuando recién me vino la regla, en secundaria, los quistes en el ovario eran una novedad y era divertido intercambiar marcas y variedades de pastillas anticonceptivas. Ahora ya no. También es importante resaltar que, de mi círculo de confianza, el 85% son hombres. Y, de lo que aprendí en este proceso, a los hombres tampoco les fascina la idea de conversar sobre ovarios irreverentes.

Al poco tiempo, saqué una cita con el primer ginecólogo de la clínica mejor equipada de Lima. “Te tienes que operar ahorita”, fue el mensaje que mi ingenuo cerebro registró en su consultorio. Para una adicta a la telenovela Grey’s Anatomy y, por ende, aprendiz televisiva de medicina, la adrenalina de tener que operarme de algo serio, en toda su teatralidad, me generaba un cierto morbo agridulce.

“A todo el mundo le gusta hablar de sexo y placer, pero a pocas personas les gusta hablar de infertilidad, quistes y sangre muerta por ahí”.

“Hagámoslo”, le respondí. Quería, como decía García Márquez, vivir para contarla. Pero sacarse medio ovario solo porque un doctor te dice que es la única opción hubiese sido una gran irresponsabilidad. En retrospectiva, me avergüenza lo fácil que fue para mí tomar la decisión. Quizás lo que pensaba en el momento era que eso iba a eliminar el problema de raíz, cuando todas las que sufrimos de esta enfermedad sabemos que, justamente, nunca se cura. 

Tiempo más tarde, @corazonconleche me presentó en Instagram la cantidad de contenido que existe sobre la endometriosis. Lena Dunham y Leandra Medine, dos de mis íntimas, también lo comentarían en Monocycle, su podcast. Luego, a mi amiga Daniela la diagnosticaron justo después que yo. “Ven a mi casa, café, tres horas, ahorita. No es algo para conversar por Whatsapp”, le escribí.

La doctora del VHS

En paralelo, mis papás, voces de la razón que solemos ignorar porque nos creemos la cagada, rogaban que busque una segunda opinión y no me opere así nomás. Tras el historial ginecológico de mi madre, conseguimos una cita con una segunda ginecóloga, esta vez mujer y famosa. 

En su consultorio exclusivo, donde no entraba una partícula más de pintura rosada, me puso un video del año 1998 que describía, con la precisión que solo un narrador de videos noventero gringo puede hacer, cómo la endometriosis ataca a las mujeres en el entorno laboral. Era un VHS (quiero que lo entiendan). Estábamos dos décadas más adelante y la información era la misma que yo ya había recibido. Ningún adelanto científico. “Esto es más común en las mujeres jóvenes que trabajaban”, comentaba el video. 

En ese momento, la mirada acusatoria de mi mamá y la famosa doctora se postraron en mí. “De repente tienes que cambiar de chamba”, me dijo. La sangre me hervía. Nada de ese video tenía sustento científico sobre esa hipótesis y, además, qué sabía ella sobre mis horas de trabajo. En todo caso, pensaba yo, tendría más sentido que la endometriosis me visitara cuando estaba en la universidad: dormía 5 horas, tomaba alcohol cuatro días a la semana y mi laptop era una extensión de mis manos. Pero no ahora, que trabajo de 9 a 6 en una empresa decente y ordenada. Por favor. Casi la mato.

“Tienes que entender que las mujeres, al tener los órganos que cargan a los bebés y tener que cuidarlos, no podemos exponernos al mismo nivel de estrés que los hombres”, empezó, mientras me acercaba una fotocopia de la farmacéutica responsable por las inyecciones que me trataría de convencer de recibir minutos más tarde. Su recomendación era una menopausia inducida químicamente a través de dosis mutantes de progesterona con precios igual de mutantes por la droga, la aplicación y, por supuesto, la consulta en el consultorio rosado. 

Aprendí mucho en esa época sobre cómo tienes que describir partes de tu cuerpo para que te crean y te sepan ayudar.

Salí indignada. Me peleé con mi mamá. Critiqué desde lo más profundo de mi alma lo sexista que había sentido el argumento de “las mujeres tenemos un cuerpo diferente a los hombres y por eso no podemos exponernos a los mismo niveles de estrés”. “Putamadre”, pensé. Después de una vida entera tratando de, a mi manera, defender la igualdad me topo con este speech viniendo de una ginecóloga mujer.

Ahí caí en cuenta de dos cosas: la razón por la que no sabemos qué onda con la endometriosis es porque las que la padecemos no somos las que hemos tenido, históricamente, la oportunidad de estudiarla. La segunda, porque las que sí, y acá estoy emitiendo juicio de valor producto de la ira, no buscan darle un enfoque clínico, holístico y sustentado en la ciencia para explicar sus orígenes y potencial cura. No me quedo contenta con el argumento del estrés. El estrés da todo. Esta enfermedad es mucho más compleja que eso. Me rehúso a quedarme contenta con la típica correlación con el cortisol.

El tercer ginecólogo fue más sútil. Su edad y consultorio noventero fueron gentiles conmigo. Pero su alternativa fue la misma: la inyección. Para ese momento, el aparato intravaginal se había convertido en mi íntimo amigo y hablar de cómo se sentía mi recto cerca a mis ovarios era cosa de todos los días. 

Aprendí mucho en esa época sobre cómo tienes que describir partes de tu cuerpo para que te crean y te sepan ayudar. También aprendí que el doctor es portador de la información que su profesión le da. Es medio, pero también es mensaje. No todos los doctores son para todos y no todos se amoldan a todos. La elección del ginecólogo o ginecóloga correcta para vivir este proceso es tan o más importante que elegir marido.

La última opinión

Finalmente, aterricé en mi ginecóloga original, la de la clínica menos famosa y el consultorio más chiquito. Era la cuarta opinión. Mi cerebro estaba agotado. En mi entorno familiar, discutíamos mis ovarios en la mesa del comedor, la sala y la cocina. Se había convertido en la temática del momento. La cuarta opinión me presentó la solución y tratamiento menos invasivo, más barato, menos alarmista y menos riesgoso para mi fertilidad a largo plazo: pastillas. 

Las pastillas, que si bien funcionan como una menopausia química, me permiten vivir una vida completamente normal, con emociones completamente naturales, rigiendome de lo que mi cuerpo me pide y sí, teniendo uno que otro trade-off, pero nada comparado a lo que hubiese sido recibir un shock hormonal o cortarme un ovario entero. 

Al ser silenciosa e invisible, nadie sabe que la tenemos. Pero afecta, jode y compromete nuestra identidad y sexualidad.

Estoy a pocos meses de completar el tratamiento de dos años. Dos años sin que me venga la regla, sin que se me hinchen las tetas y me cambie el humor días antes de que nos visite Andrés. Dos años sabiendo que mi cuerpo es, químicamente, infértil y tomándome el tiempo para entender que esto es artificial en miras al futuro. Dos años, también, aprendiendo a leer mejor las señales que nos da la biología y conociendo mi sexualidad en esta temporada. 

Felizmente, de esa Anais que en octubre de 2018 solo quería “quitarse medio ovario”, hoy existe una Anais con casi dos años de madurez con M mayúscula. Ahora recién me doy cuenta de la parte del cuerpo que estaba tan dispuesta a perder. Tremenda ilusa. 

Transitoriamente infertil

Ser mujer es plan, lo digo siempre mientras me maquillo antes de salir. Lo pienso cuando nos veo a un grupo en foto. Cuando leo a alguien escribiendo algo genial. Me encanta serlo, padecerlo, vivirlo y cuestionarlo. ¿Me hace menos mujer ser transitoriamente infértil? Ni cagando. ¿Fue la endometriosis un wake-up call para bajarle un cambio a la chamba? Probablemente sí, aunque me cuesta admitirlo. ¿Aprendí a querer mi cuerpo más ahora que lo tengo que cuidar un poquito más? De todas maneras. 

Sobre todas las cosas, necesito ser explícita sobre el hecho de que los profesionales que nos cuidan deben ser más empáticos. Tenemos una maquinaria adentro que es una cosa de locos y lo único que pedimos es comunicación y transparencia para conducirla de la mejor manera. Y a los que ahorita están estudiando ginecología, por favor, denle un poco de bola a la endometriosis. Si bien no sigo las cifras, tengo claro que están subiendo. Al ser silenciosa e invisible, nadie sabe que la tenemos. Pero afecta, jode y compromete nuestra identidad y sexualidad. ¿Existe algo más puro e íntimo que eso? Imposible.  

Tenemos un solo cuerpo y quizás, en el afán de aprenderlo y especializarnos, nos hemos olvidado de lo esencial: nuestros órganos son interdependientes y el “todo” es uno solo. Me gustaría que nos acostumbremos a entenderlo y cuidar de él como conjunto, no como las rúbricas en el hall de entrada de una clínica. Creo firmemente que la empatía es más importante que la receta. A ver si logramos construir hacia eso pacientes y doctores por igual.

NOTE FROM THE AUTHOR (2023)

Para leer la publicación original, haz click aquí

Anterior
Anterior

un corazón de oro y un genio de mierda

Siguiente
Siguiente

mamá, me tatué una plancha