un corazón de oro y un genio de mierda

Este texto todavía no ha pasado por corrección de estilo, mis sinceras disculpas de antemano.

La mayoría de mis cuestionamientos últimamente se centran en entender los roles de género en el entorno familiar y como estos, en mayor y menor medida, se vuelcan en las dinámicas laborales o creativas. Creo que los seres humanos aprendemos a ubicarnos en casa y luego, extrapolamos lo que sabemos de nosotros mismos y de los demás de acuerdo a eso.

Muchas veces, lo que aprendiste en tu familia no se cumple fuera de ella y por eso, nos chocamos contra una pared. En nuestro deseo por sobrevivir, tenemos que reconstruir el mundo que conocíamos para volverlo uno al que nos podamos adaptar o, pretender reconstruirnos a nosotros mismos–cosa que no siempre funciona.

Esto es lo que me pasa a mi. 

De niña escuché, entre los pisos de madera, los candelabros tintineantes y el tapiz concho de vino de la casa de Justo Vigil, en el distrito limeño de Magdalena, los relatos de cómo había sido mi abuelo. César Augusto, nombre de emperador romano, coronel del ejército peruano, nacido en la selva de Iquitos. Ingeniero petrolero, “un corazón de oro y un genio de mierda”.

En esa época, debe haber sido alrededor de los once años, yo era una jovencita de colegio de mujeres. El acceso a varones desde temprana edad gracias a la casa de mis padres en un club de playa a un par de horas de Lima, la capital, me perfilaba a entrar a la adolescencia bajo el rótulo de “popular”. Si jugaba bien mis cartas, tenía mis chances. Así, priorizando lo que venía escuchando sobre el genio de mierda, no lo del corazón de oro, desde que tenía uso de razón, quise prepararme con la mayor información posible. Tenía que poder sobrellevar mi candidatura a este grupo social bajo la tutela de quien decían lo había heredado todo de César Augusto: Carlos Freitas, mi padre. 

Entre los relatos que mermaban los pasillos de Justo Vigil estaba el de la noche que César Augusto le tiró el colchón por la ventana a Milagros, la cuarta de los hermanos y sin duda, la más parecida a mi. Un goce por la vida social, además del excelente desempeño académico combinado en igual medida con la parranda y el trasnoche de Mili me confirmaba, hoy en retrospectiva pero en ese momento, con anticipación, que si yo no me empapaba de suficiente conocimiento, la iba a pasar igual de mal. 

Te estoy hablando de la época en la que, en ese mismo club de playa con acceso a varones desde temprana edad que mencionaba anteriormente, Carlos Freitas llamaba a los güachimanes los días de semana que él y mi madre se quedaban trabajando en la capital. Sí, era lo que se conoce ahora como un gated-community. A la hora en la que se acababa nuestro permiso, estos mismos güachimanes, uniformados de la misma manera que hoy verías a un gobierno comunista en la China solo que en bicicleta, se acercaban a decirnos, frente a todo nuestro grupos de amigos púberes, que nuestro padre había llamado y que ya era hora de irnos a dormir. Vasco, mi hermano menor y yo, obedecíamos porque no teníamos otra opción. Y al día siguiente, a las clases de natación. 

Hoy valoro la disciplina y el rigor que comportamientos como esos instauraron en nosotros pero en ese momento, cuando ni siquiera sabíamos el impacto de un gobierno comunista pero igual teníamos la perspicacia para detectar que algo no andaba bien, reconocíamos la experiencia como traumática. Llegamos a la conclusión, ambos, aunque seguro yo fui la lideresa de la rebelión, que teníamos que administrarnos una solución para hacerle frente a semejante formación castrense. Teníamos que encontrar una aliada.

Fue ahí que firmé un pacto tácito con Luz Aída, la ya en ese momento viuda de César Augusto, madre de mi padre y por ende, mi abuela. Ella, había tenidos sus propias estrategias para manejar la aparente intransigencia de la genética Freitas. Cuentan también los pasillos de la casa de Magdalena que una noche, Luz Aída le depiló media ceja a César Augusto por ponerse a bailar tango con otra mujer, “con lo mucho que él sabía que me gustaba bailar tango a mi,” nos contaba a nosotros los nietos entre risas. Siempre supe que con ella iba a poder desbloquear todo lo que había del otro lado del rigor. 

Recién este año, cuando falleció Luz Aída, le revelé con total confidencia a Carlos Freitas que le mentimos en comparsa durante muchos veranos. Antes del permiso, regresabamos a la casa justo a la hora que él iba a llamar a preguntar si ya nos estábamos yendo a dormir. Luego de contestar y decirle que sí y con el permiso de mi abuela, salíamos hasta la hora que nos diera la gana. Ni Vasco ni yo fuimos tan cercanos a la parranda como hubiésemos podido. Pero sí, por lo menos yo, hincha acérrima de la conversación profunda, una que demora tanto que al día siguiente me hacía ser la más lenta del carril en la natación. Y como lo disfrutaba. Tanto el trasnoche como el chisme del día siguiente en el camarín. 

Hoy en día, que mis retos en la vida ya no circulan alrededor de sacarla la vuelta al permiso o perfilar en el grupo social popular, otros relatos de los pasillos de Magdalena salen a la luz. En especial el que cuenta lo que decía César Augusto sobre las mujeres en su familia y sobre todo, sus tres hijas: Pilar, Mónica y Milagros. Su formación castrense, rigor y aparente intransigencia también estuvo dedicada a que las tres estudien en la universidad, despeguen profesionalmente y se sepan no solo mantener sino regocijar en el ejercicio de la mente.

En la Lima altanera de los sesentas, fueron consideradas intelectualmente equivalentes y recibieron las mismas oportunidades que Enrique y Carlos, los dos hermanos hombres de la familia. César Augusto vivió obsesionado con lograr eso y si bien, el único recuerdo que yo tengo de él es lo que me enseña una foto en la que se le ve cachetón y bien vestido frente a los cherry blossoms de Washington DC, pienso que mis primas y yo, encarnamos esa mismísima fortaleza, una generación después, gracias a que nuestros padres heredaron de él no sólo el genio de mierda sino también, el corazón de oro. 

Verán, yo creo que no existe uno sin el otro. Ese mismo rigor y obsesión por disciplinarnos, Carlos Freitas lleva hacia querernos. Me di cuenta de eso especialmente cuando ya no lo tuve tan cerca y tuve que administrarmelas por mi sola en una ciudad intensa y retadora como lo es Nueva York. Cuando me quedé sin pintura blanca en la madrugada para completar mi tarea en mi primer año de universidad, quien estuvo del otro lado del teléfono escuchandome llorar a las ocho de la mañana que abría la tienda porque, cito “siempre elijo la ruta más difícil, papá”, fue Carlos Freitas. 

Y más recientemente, compartir la pandemia y la vulnerabilidad que eso le trajo a un hombre gordito y asmático de más de sesenta años, ver series a las que no está acostumbrado a ver y conversar sobre momentos difíciles en nuestra familia con él fue todavía más mágico que cuando me llevaba y recogía del aeropuerto, literal y metafóricamente, todas las veces que entré y salí del país. Con Carlos en pandemia le dimos la vuelta a muchos hechos difíciles en nuestras vidas, cuentos que no me atrevería a divulgar porque algo tengo que guardar para la privacidad de nuestro vínculo. El hecho es que sepan que con mi papá yo hablo, converso, analizo, concluyo y comparto. Y lo hago básicamente todos los días. Así de intensos somos.


Un papá vulnerable es el mejor regalo que le pueden dar a una hija con carácter fuerte. Te enseña que las mujeres y los hombres realmente estamos compuestos de los mismos ingredientes, solamente empaquetados de una forma distinta.

No me imagino una vida sin haber tenido acceso a una figura paterna que si bien me disciplinó, protegió y corrigió en las etapas que lo necesité y las que le hice frente con la rebeldía que me caracteriza, también supo soltar la pita y enseñarme una versión de él que es bastante más completa de la que uno hubiera creído al escuchar solo la versión adolescente o, la que los roles de género tradicionales te quieren contar de la historia. El corazón de oro siempre estuvo presente, indeed. 

Irónicamente, con quien más hablo de feminismo y machismo es con mi papá. Cuando salgo de reuniones frustrada o tengo que entender una interacción en una fiesta, es él a quién regreso para entender cómo el mundo que César Augusto y Luz Aída diseñaron para nuestra familia muchas veces no tiene nada que ver con el que nos topamos en el día a día. Esto me desencaja constantemente, me duele también, usualmente de ahí proviene el genio de mierda. Lo bonito al final creo que es saber que no estoy sola en eso. 

¡Feliz día Carlitos Freitas! Somos uno. 

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