¿qué desayunan los profesores de yoga?

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En su retorno a la ciudad de Nueva York, escenario pertinente de este cuento, Kevin partió directo de vuelta a California dejando a Elsa, sola y preñada, en las escaleras de “Yoga To The People” en St. Marks. En ese momento, Elsa no lo sabía, y creyó que su antojo por comer Papaya King, que quedaba justo al frente, era solo un acto del libre albedrío de su estómago y no del feto que estaba cargando adentro.

El otro día, se me ocurrió la idea de escribir un cuento corto sobre una profesora de yoga que sale embarazada y tiene que esconderlo del resto de sus colegas. La idea surge de la época de invierno crudo en Manhattan, cuando decidí ir a hacer yoga a las 7 de la mañana y lo cumplí por una cantidad de tiempo sustancial. Yo sé, estaba cuasi loca. El sol recién salía cuando estaba de regreso de la clase y la temperatura era bajo cero. Pero era mi manera de decirle al mundo: “Me cago en tu clima, me cago en tu depresión”. Es demasiado mainstream sufrir en el invierno.

En esas mañanas nevadas, siempre me pregunté qué carajo tomaban de desayuno los profesores de yoga. ¿Manyas cuando eras chiquita y hablabas demasiado? O, mejor dicho, cuando yo era chiquita, hablaba demasiado. Mis tías no entendían por qué a los once años me sentaba con ellas, en vez de jugar en el saltarín. Siempre me preguntaban que si había desayunado loro. “Pan con loro”, les respondía yo, de lo más elocuente.

Bueno, las profesoras de yoga son tan buenas vibras que siempre me cuestioné eso. ¿Qué toman de desayuno? ¿Será una especie de batido de amor con paz, o quizás tranquilidad licuada con leche de almendras? Yo creo que la segunda opción, porque es bastante difícil encontrar batidos de amor en el mercado de hoy en día. Está medio agotado desde que salió la onda vegana y se declaró que el amor era de origen animal.

Entonces, volvamos al punto. Estoy en downward dog sudando la gota gorda, o quizás en child’s pose, o cualquiera de esos y me pregunto: “Carajo, ¿de dónde saca esta huevona ese tono de voz tan chill? Pensé hacer uno de esos entrenamientos para ser profesora de yoga, pero decía: “No voy a poder. No voy a poder lograr el tono de voz chill que tienen”. Y ese fue el momento en que empecé a prestarle todavía más atención al rol de una profesora de yoga, tanto en una clase, como en una comunidad.

A primera vista, parecen superhéroes. ¿Pero, qué pasará behind the scenes? ¿Habrá embrollos entre profesores de yoga? Embrollos es una palabra tan chévere, en verdad. ¿Romances? ¿Se matarán a gritos? ¿Será que sus peleas son todas flexibles, como ellos? ¿O será que todos los días de su vida se la pasan con esa voz que parece carecer de electrolitos? Me preguntaba eso, esta vez en warrior two o reverse warrior, porque lo malo del yoga es que cuando ya lo dominas un poco, empiezas a cuestionar qué es lo que realmente implica hacer yoga en tu vida, porque obviamente no es solo una practica espiritual. Es un culto al cuerpo, disfrazado de Lululemon.

Acá viene nuestro personaje central, llamémosla Elsa. Elsa y Kevin, Kevin from California, fueron a un retiro espiritual en las pampas de la Patagonia. Ahora que lo pienso, quizás las pampas argentinas como escenario de yoga no sean tan accurate, pero dejémoslos ahí, porque me gusta como suenan las dos p’s juntas: “Pampas de la Patagonia”. Además, si visten la marca Patagonia van a estar calentitos. 

Que Elsa sea argentina y que Kevin sea gringo. Que el inglés de Elsa sea mínimo y el de Kevin, bueno, lo único que hablará Kevin será inglés. Así, en las pampas de la Patagonia, se consumaría un romance parecido al de Michael Bublé y Luisana Lopilato. Uno de esos de los que todo el mundo se pregunta: “¿Cómo carajo se comunican?”.

Fluyeron bastantes ideas en la casa el otro día sobre la razón por la cual se consumaría esta relación. Y si nos dejamos de vainas, ¿por qué tiraron? Varios dijeron que el yoga es afrodisíaco y que de tanto yoga, pues pasó lo que tenía que pasar. Otros, que comieron almejas y tés, y que todo eso terminó en locura. Yo, personalmente, quisiera asumir que era un retiro silencioso y que, al no tener nada de qué hablar, tanto por la barrera del idioma como por las especificaciones del programa, decidieron poner su cuerpo en uso. And that’s that.

Ahora que lo pienso, no fue un romance, no lo sé. Ya no lo llamaría un romance, ¡porque no se hablaron nada! ¿Te imaginas? Ahorita estoy haciendo fast-forward a cuando Elsa llama a su mamá, una vez que se entera que está embarazada y le dice: “¡Ché, mamá! No sabés lo que pasó con este tipo”. No, no, tampoco creo que las argentinas les digan a sus mamás “¡Ché, mamá!”. ¿O sí? En mi caso, a veces le digo a mi mamá: “¡Broder, Má! No tienes idea…”, pero no sé. Entonces, le dice:

“Mamá, no sabés, no tenés idea”.

“Hija, ¿qué decís? ¿Que te enamoraste de un pibe sin hablarle? ¿Pero quién sos vos?”.

La pobre Elsa termina frustrada y confundida después de esa llamada telefónica en el futuro. Pero vayamos en orden. En su retorno a la ciudad de Nueva York, escenario pertinente de este cuento, Kevin partió directo de vuelta a California dejando a Elsa, sola y preñada, en las escaleras de “Yoga To The People” en St. Marks. En ese momento, Elsa no lo sabía, y creyó que su antojo por comer Papaya King, que quedaba justo al frente, era solo un acto del libre albedrío de su estómago y no del feto que estaba cargando adentro.

Se compró un hot dog gigante, se sentó en la puerta y trató de descifrar, dentro de su diccionario de términos Shavasana, qué cosa estaba sintiendo en ese momento. Sin embargo, lo único que ese diccionario incluía era calma, compasión, paz… y Elsa estaba sintiendo todo lo contrario. Además, acababa de traicionar su veganidad cuando se zampó no uno, sino dos hot dogs con extra mostaza y extra onion relish. “Moría de hambre”, le diría más tarde en la misma llamada telefónica a su mamá. “Bueno, ya sabés que estás embarazada, si comés así…”, le respondería ella. 

Pasaron los días, los meses y Elsa continuó dictando clases como siempre. Quería acordarse de Kevin, y de vez en cuando lo hacía, pero era difícil retener en su memoria a una persona con la que nunca había hablado. Su cara sí la recordaba, su cuerpo también, mas no su contenido. Y sabía, hasta cierto punto, que con el tiempo se le iba a evaporar todo recuerdo de él, porque a la larga no habían compartido nada. Until she peed on a stick and, well, resulta que compartieron todo.

Elsa llegó a dictar clase la mañana que supo de su embarazo con la barriga totalmente vendada. En este momento, me remonto a escenas de Floricienta o alguna de esas novelas latinas, donde la esposa esconde su barriga o usa una falsa. No sé por qué, pero pensar en embarazos siempre me lleva a cajones llenos de medias que esconden barrigas falsas, o vendas para cubrir barrigas verdaderas –son instrumentos de manipulación fugaz, archivados como si fuesen libros–. 

Elsa fue una de ellas, la pobre, sin poder nunca más lograr chair pose o thunderbolt porque la barriga ya no se lo permitía. En un mes más, todos comenzarían a sospechar. El primero que se dio cuenta fue Rudy, un mexicano de Tijuana que se había hecho muy amigo de Elsa desde que fueron a su primer retiro. Uno en el que sí se permitía hablar. Rudy y Elsa mantenían una amistad muy extraña, porque por más de que se tenían muchísima confianza, a Rudy todavía la causaba cierta ansiedad ver o hablar con Elsa, y siempre estaba esperando el momento perfecto para decirle que la adoraba. Elsa no, Elsa no sabía muy bien lo que hacía. Solo sabía que Rudy era un muchacho bonachón en el que ella podía confiar. Pero yo, que estoy escribiendo este cuento, te puedo confesar que bien adentro, Elsa también adoraba a Rudy. Solo que, más cerca a la superficie de “esos adentros”, estaba el bebé de Kevin from California y esa era la primera prioridad por la que Elsa se tenía que preocupar.

Lorraine, la capitana de la comunidad de yoga o, mejor dicho, la fundadora de “Yoga To The People”, sabía de este lazo intangible entre Rudy y Elsa. En verdad no, no lo sabía. Solo que asumía que porque hablaban castellano juntos, ya estaban totalmente enamorados. Lorraine no entendía ni papa de castellano. Una tarde, se acercó donde Rudy a preguntarle por qué Elsa ya no podía hacer thunderbolt. Ni el back bend del final, después del camel pose. Rudy no sabía qué decirle. ¡Quería proteger a Elsa ante todo! Pero tampoco quería romper el pacto que comparten todos los profesores de yoga del mundo. Honestidad, transparencia y flexibilidad, ante todo.

Y, así, Rudy terminó contándole a Lorraine lo que Elsa le había contado en privado, comiéndose esta vez tres a falta de dos hot dogs, en el Papaya King al frente del studio. Como verán, estos se volvieron comunes dentro de los antojos de Elsa. Y Rudy era un idiota en verdad. ¿Cómo se le ocurre?

Quiero que este cuento tenga un final tan ridículo como su principio, pero no sé muy bien adónde acabar. Si quisiera hacer una crítica social del culto al cuerpo que es el yoga, diría que Lorraine le sugiere a Elsa que tenga un aborto, porque sin thunderbolt uno no puede dictar yoga. Pero, si hiciese eso, me estaría yendo en floro porque amo el yoga. 

Si Lorraine acaba diciéndole a Elsa que le da un maternity leave pagado, estaría siendo ilusa porque esas vainas no existen en la economía de hoy. Si te dijera, entonces, que Rudy y Elsa acaban casados y montan su propio studio y le ponen de nombre el mismo nombre que su hija, ¿eso sería un poco lame? Quizás, sí. Pero ayer vi una película con Johnny Depp haciendo de hippie irlandés de joven y me quedé un poco trastocada.

Te lo dejo a ti, querido lector o lectora. Elige el final que quieras y métete la moral en el bolsillo. Sácala cuando te provoque, cuando le falte un poco de sal a tu papa o emoción a tu conversación. Hace unos días un ecuatoriano me dijo: “Uno también es vanidoso”, mientras discutíamos unos lentes que se acababa de comprar. Yo le respondí que por supuesto, y que es sano admitir que uno lo es.

Creo que en un intento de conservar su trabajo y demostrar que todavía es capaz, Elsa tiene una caída fea que termina por llevarla al hospital y complicar su embarazo, hasta el punto en que lo pierde. Y, así, ella puede regresar a enseñar yoga, como le advierte su jefa Lorraine, que a pesar de ser “pacifista” y “yoguista”, en el fondo es una capitalista solo orientada a lucrar de la búsqueda ajena de paz interior.

Pero Elsa ya no es la misma. Ya no puede conservar la voz chill, porque el acontecimiento la ha destruido. De repente, ni todo el yoga en el mundo puede hacer que ella mantenga la paz interior que antes tenía, y lo que transmite ahora a sus alumnos es ansiedad, temor, desesperación.

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