¿qué pasa en los parques del primer mundo?

Yo no sé cuál es la cosa con los parques en el primer mundo, ni cuál es la cosa con el primer mundo de todas formas. Crecí escuchando que mi país era del tercer mundo y, me pregunto, ¿dónde quedó el segundo?

Eran las siete y cuarentaicinco de la mañana y estaba completamente dormida. La noche anterior asistí a la clase de ballet de la que te conté la vez pasada, y mi sistema se encontraba completamente apagado. De pronto, sentí que una secta de hombres me hablaba al oído. Entre dormida y despierta, abrí los párpados para chequear que no haya nadie al costado mío. Era evidente que no había nadie. Estaba todo en mi cabeza.

Pero la claridad de sus voces se mantenía. Hablaban en inglés, compartían algo.

“Can I have some of that?”, se decían los unos a los otros. Su vocabulario estaba demacrado, como corroído por los desgastes del tiempo. Una combinación de cigarro y mal vivir. Estaban amargos, puro juguito de limón.

Te preguntarás qué tendrían que ver ellos con el parque del primer mundo. Te explico, no hay nada más primermundista que estirar tu manto a cuadritos, sacar tu cámara analógica y tu frisbee, y brindar por la paz. Nadie hace eso en el tercer mundo, o yo no lo hacía. Los parques no son tan bonitos, la gente con privilegios se queda en su casa. Pero, en el primer mundo, los parques son lugares donde se juntan, como diría tu abuela elitista: “perro, gato y pericote”. Transitan artistas famosos, aspirantes a artistas famosos y estudiantes sin rumbo. Neoyorquinos son paseados por sus perros que se parecen a ellos. Y, en una esquina, siempre existe un grupo de desamparados. Hablan solos, te piden dinero, la mayoría dejaron el perno que se les zafó en otro de los parques donde paran sus compadres. 

El parque al frente de mi edificio es justamente eso, un parque del primer mundo. Un cuadrado de veinte por veinte encarcela a los animales encargados de sanar la soledad, y la esquina más alejada a mi edificio alberga, justamente, a la comunidad de desamparados. 

Los hombres que susurraban en mi almohada ortopédica eran exactamente ellos, los desamparados del parque del primer mundo. Pensarás que abrí la cortina para ver quiénes eran, pero no lo hice. Se notaba que no eran muchos, pero yo estaba aterrada. Sabía que no había manera que entren, me roben, agredan. No era miedo a eso. Era miedo a ponerles una cara a las voces que venía escuchando hacía ya unos buenos diez minutos. Identificarlos como personas, tener que realmente mirar su realidad. 

Yo digo que vengo de un país pobre, que he visto lo que es la pobreza porque he ido a Un Techo Para Mi País y a varios hospitales de cáncer. Me siento como la Madre Teresa de Calcuta porque dono mi ropa a la Iglesia, y porque en Navidad voy a La Ciudad de Los Niños a decirles por un solo día, al año, que el sistema no se ha olvidado de ellos. Sin embargo, en este momento, la pobreza me estaba respirando en la almohada, la almohada ortopédica que mis papás habían comprado porque a mis diecinueve años de hipocondríaca vida, había sido diagnosticada con problemas en la espalda. Y me pareció ridículo, e injusto, no poder hacer nada para ayudarlos. Más que eso, que estaba aterrada de ellos y que no quería, bajo ningún motivo, siquiera verles las caras. 

Me sentía un poco ajena a su pobreza, porque era totalmente diferente a la pobreza como yo la conocía. En el tercer mundo, la pobreza es colectiva. Es una pobreza que se vive en grupo, es familiar, tu tío podría ser tu papá como tu hermana podría ser tu mamá si se necesita que lo sea. Nadie sufre solo. Pero acá, en los parques donde la gente juega frisbee y brinda por la paz, la pobreza se vive sola. Ninguno de los desamparados tiene un nexo más fuerte que el hecho de que todos están en las mismas. Se van a ayudar hasta el momento en que uno tenga más hambre que el otro, y después se van a separar. Quizás, por eso se quedaron solos, sus familias los dejaron.

Mi primera reacción fue querer decirles que se callen, que eran las siete y cuarentaicinco de la mañana, que tenía planeado ir al gimnasio a las nueve y media, y que si no tenía mis ocho horas de sueño, iba a matar a alguien al día siguiente, que el gimnasio era importante, que tenía que rendir bien en mis clases. Que tengan un poco de consideración……

Después,

paré por un segundo.

Y caí en consciencia de lo que estaba pensando. Y de cuanto me odiaba por haberlo pensando.

Estaba en mi cama, tapada con un duvet espectacular y encima de unas sábanas que no tenían nada que envidiarle a cualquier algodón egipcio, usando una piyama bastante cómica y unas medias que habían trasquilado a una serie de llamas para poder mantenerme caliente. Ellos estaban afuera, compartiendo café porque no tenían suficiente. Probablemente, era café con agua, y no porque la leche engorda, sino porque no tenían leche. Y sus huesos no tenían calcio, y sus bocas ya no tenían muelas. Yo tomó café sin leche porque la leche engorda, quería que se callen porque tenía que ir al gimnasio y mis muelas fueron diseñadas casi digitalmente por el ortodoncista con el séquito de asistentes uniformadas que domina el mercado dental de Lima. Me dio vergüenza, pero me quedé inerte en mi cama.

Entre todas estas filosofías de las ocho y un poquito más de la mañana, una voz que tenía un poco más de autoridad que las demás, los obligaba a que se vayan para el shelter. Que se vayan para el shelter, el shelter, el shelter, que tenían que salir de aquí. “Es propiedad privada”, pensé yo. ¿Lo es? ¿Y de qué vale la propiedad privada cuando no tienes nada? Era un policía. En menos de diez minutos todos se fueron. En ese momento, me aventuré a la ventana y lo único que vi fue una camioneta del NYPD. Pude respirar. Pero ya me había despertado y ya lo había pensado, y entre tanto sufrimiento, lo único que me quedó fue escribirlo, no para contártelo, sino para no guardármelo.

Algún día tus hijos te preguntarán qué hiciste para cambiar el mundo.

NOTE FROM THE AUTHOR (2022)

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